Cierto día un señor que estaba remodelando su casa salió donde su vecino a pedirle prestado su martillo para clavar unas puntillas y colgar allí sus cuadros más especiales. El vecino le dijo que su martillo se había perdido hacía algún tiempo y que el único que tenía martillo en ese barrio era el señor de la casa naranjada de dos pisos, pero que no se le ocurriera por ningún motivo ir a pedirle algún favor por que ese señor no era persona servicial y trataba mal a quien se acercara a su casa. El señor salió de la casa de su vecino y recogió la primera piedra que se encontró por el camino y se dispuso a clavar las puntillas, pero los golpes y las heridas en los dedos no se hicieron esperar. En varias oportunidades paraba su trabajo y se llenaba de valentía para ir a pedirle prestado el martillo al señor de la casa naranjada, pero desistía inmediatamente al recordar lo que le había dicho su vecino. Después de unos diez intentos se decidió y fue a tocar la puerta a la única persona que tenía martillo en el barrio, llevándose una sorpresa: un señor muy amable salió, abrió la puerta, lo hizo entrar, le ayudó a curar las heridas de sus dedos y finalmente le regaló un martillo que hacía veinte días había comprado para reemplazar el otro.
No nos formemos imágenes negativas de los demás, no nos llenemos de prejuicios que impiden entablar relaciones positivas, a través de comentarios o reflexiones reduccionistas de la forma de ser de quienes nos rodean. No cometamos este mismo error y recordemos siempre aquello que nos han repetido tanto, “no juzgue, no critique, no condene”.
Solemos ser volubles.
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